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martes, 30 de septiembre de 2008

Buenos días, Waterloo

Con un silencioso y fugaz suspiro todo se vino abajo. El castillo de naipes, otrora imponente irguiéndose de forma majestuosa con una bella simetría hipnótica y embaucadora, quedó reducido a un montón de cartas desordenadas y amontonadas sobre la mesa sin que apenas tuviera tiempo para pestañear.

A pocos centímetros del punto donde antes se levantaba la cúspide se tendía mi mano sujetando todavía la última carta, la reina de corazones, aquella que debía coronar la cima y con la que hubiera finalizado mi obra.

Estaba apoyado con ambos codos en la mesa, y uno de mis brazos sujetaba al que sostenía la carta para aumentar el equilibrio y reducir la vibración provocada por mi ritmo cardíaco, acelerado por la excitación de la apoteosis final.

Permanecí en esa posición varios segundos, jugueteando con la carta, pasándomela entre los dedos, asimilando lo que acababa de ocurrir. Desde abajo todas las figuras de la baraja, que curiosamente habían caído boca arriba, estaban clavando su mirada acusadora en mí con su semblante-doble serio. Me parecía que en cualquier momento iban a esbozar una sonrisa burlona de satisfacción por lo acontecido. Maldito ejército especular rojinegro.

- Otra vez igual.-pensé para mis adentros. El eterno retorno.

Giré mi cabeza y observé como por una pequeña rendija de una ventana entreabierta se colaba una suave brisa. Creía haberla cerrado por completo, pero en ese momento dudaba de todo excepto de la ley de la gravedad. La próxima vez sería más cauto, me prometí como siempre. Pero en el fondo, era inevitable.

Al otro lado del cristal de la ventana
, sin que yo tuviera constancia, una carcajada muda se perdía en la oscuridad mientras recuperaba el aliento perdido por los soplidos.

1 comentario:

  1. qué grande el eterno retorno!!
    ya has leído la Insoportable levedad del ser?:)

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