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viernes, 19 de octubre de 2007

Carta a Barry Lyndon

Estimado Barry Lyndon:

Sin ánimo de parecerle condescendiente, adoctrinador ni sentencioso, y rogando su perdón por mi denotada grandilocuencia, he de decirle con sinceridad, que ha obrado sabia y provechosamente oponiéndose a su indómita naturaleza y optando por cobijarse en el redil con el resto del rebaño. No lo conciba como un fracaso personal ni se corroiga moralmente, pues hay momentos en los que es necesario retroceder un paso para lograr avanzar dos. No se puede ir al revés eternamente.

En cierta ocasión tuve la oportunidad de conocer a un personaje singular que vivía empeñado en ir siempre al revés, cuyo nombre omitiré en estos derroteros por decoro y respeto a los difuntos. Dicha tendencia subversiva le provocaba continuos desmanes y conflictos inextricables, cuya gravedad y complejidad fueron acrecentándose con el paso de los años, pues se negó a ceder un palmo de terreno y perseveró ciegamente en su empeño. A tal grado llegaba su exacerbado fanatismo, que caminaba de espaldas y se limpiaba el culo de atrás hacia delante, prácticas ambas dos harto incómodas.

Un buen día, cuando salía de su casa marcha atrás como todas las mañanas, asombrado se dio cuenta de que no sabía a ciencia cierta si se iba o volvía. Turbado ante tal duda existencial, e incapaz de disiparla tras unos instantes de vacilación de pie en su portal, decidió no salir de casa. Prisionero en su propio feudo, se sumió en una espiral autodestructiva de incertidumbres irresolubles que degeneró en un incesante cuestionamiento de los fundamentos primigenios de sus costumbres. Estos insoportables delirios fueron los que le condujeron hasta su inexorable y desgraciado final.

Víctima de su idiosincrasia, decidió terminar con su vida ahorcándose en una tibia mañana de otoño, cómo no, al revés. Se colgó por los pies con una soga atada a una viga del techo de su buhardilla, y de esta guisa permaneció hasta que el ama de llaves lo encontró dos días después, con el rostro amoratado, pero con el semblante firme y una sonrisa de suficiencia en sus labios. Hasta que exhaló el último suspiro de vida, siguió obcecado en sus ideas.


Suyo afectísimo,

Sir Emmanuel de Ítaca

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