Mi madre me dijo una vez:
- Quién mucho abarca, poco aprieta.
Como era de suponer, y fiel a mi reputación de ácrata rebelde y obstinado, hice oídos sordos y no le preste la mayor atención. Me resbaló bastante.
Hasta que sufrí en mis propias carnes una experiencia que me reveló la incontestable y cruel verdad que encierra este célebre refrán, ignorada por muchos y desafiada por otros tantos, ingenuos en su mayoría, como yo lo fui en su tiempo.
Debía correr el año 1991 o 1992, porque yo cursaba segundo de preescolar y acababa de llegar de pasar un año en Viena, en una guardería llena de niños arios repelentes de ojos claros y pelo rubio platino. Pero esa es otra historia y será contada en otro momento.
Yo levantaba poco más de un metro del suelo y la vida era simple y maravillosa, exenta de preocupaciones y obligaciones. El mayor problema residía en la elección de juguete en las horas de clase destinadas a jugar.
Los más cafres de la clase siempre elegían el kit de bolos de plásticos y se zurraban entre ellos esgrimiéndolos como espadas orondas o bates de béisbol. El que cogía la bola se dedicaba a lanzarla a la cabeza de sus compañeros desde la distancia, evitando el combate cuerpo a cuerpo y salvaguardando así su integridad física. Los primeros días yo me desgañitaba intentando instruirles en el bello juego de los bolos, explicándoles el objetivo y las reglas. Por aquel entonces mis dotes de líder no estaban muy desarrolladas, así que acabe desistiendo cansado de recibir palos en las costillas como agradecimiento a mis enseñanzas desinteresadas.
Luego al llegar el recreo se torcía la cosa, porque no te dejaban sacar los juguetes al patio, así que cada uno se traía los suyos de casa para poder continuar la fiesta en el arenero y alrededores.
Los más cafres seguían dándose de hostias en el patio bajo cualquier pretexto. Algunos se dedicaban a escarbar, hacer agujeros y llenarse de tierra hasta los gayumbos. En fondo yo siempre sospeché que lo que pretendían era sacar toda la arena del arenero llevándosela poco a poco a sus respectivas casas.
Otros, generalmente niñas, comerciaban con "arena fina" conseguida después de perder la mayoría del tiempo del recreo raspando las piedras que constituían el fondo del arenero y almacenando los granos más pequeños de arena. Luego intentaban, insistentemente, endosártela o cambiártela por algo, y se anunciaban a voz en grito y con un desagradable tono de niño de San Ildefonso
- Quiéeen quiereeeee arenaaaaaaa finaaaaaaaa?
- Te lo he repetido ya diez veces, que YO NO QUIERO COJONES! ¿Para qué la voy a usar, eh? ¿Para rellenar el reloj del Tabú? Vete a darle la brasa a otro.
Fue mi primera toma de contacto con el Spam.
Otros perseveraban en el intento de partirse la crisma en lo diabólicos artilugios instalados a tal efecto en el patio, aunque disimulados bajo la apariencia de inocentes y divertidos columpios. Yo, que de valiente tuve más bien poco hasta mi despertar aventurero en la adolescencia, cuando me aficioné a Indiana Jones, siempre, o casi siempre, me llevaba coches de juguete de estos pequeñitos, y a puñados, y competía en frenéticas carreras con otros compañeros. Algo así como en el “Need for Speed” o en “The Fast and the Furious” (“A todo Gas”, ole la traducción libre) pero sin tanta parafernalia, música hip-hopera ni tías macizas con poca ropa. Formábamos el club del automóvil de preescolar.
Solía almacenar todos los coches que podía en mis bolsillos, para luego desplegar toda mi colección en el arenero y fardar de bólidos ante los amigos.
– Mira, 22 coches que me he traído. Jódete, Alberto, que tú sólo tienes 6.
- Sí, pero los míos se convierten en robots.
Alberto era el hijoputa de los Tranformers.
Jamás se me ocurrió pensar que la resistencia de las costuras de mis bolsillos tenía un límite, y que éste era menor en el único bolsillo del babi, que se encontraba a mano derecha, lo cual me jodía muchísimo pues yo siempre he sido zurdo o ambizurdo, decisión que tomé en mi afán por llevarle la contraria a todo el mundo cuando los mayores me instaron a escribir con la derecha durante mis primeros pinitos en el arte de la escritura, por lo que siempre andaba guardándome los coches en el babi a mano cambiada, lo cual resultaba harto incómodo.
El caso es que un nefasto día de primavera, cuando sonaba la campana que indicaba el fin del recreo y yo corría a clase, se me desfondó el bolsillo del babi y todos los coches que transportaba se me cayeron al suelo, con tal mala suerte que ese preciso instante pasaba por encima de unas rejillas del alcantarillado del patio, colándose la mayoría entre los barrotes y perdiéndose por los conductos del desagüe.
Sufrí un duro revés. La diosa Fortuna me la había jugado y yo desconocía el motivo de su traición. Quizás fue un pequeño castigo por haber estafado a mis amigos en las carreras y haberme agenciado algunos de sus coches. Solo sé que en ese momento me cagué en su puta madre y maldije todo lo que pude. Pese a mi corta edad poseía un extenso vocabulario de insultos y descalificativos, aprendido de un amigo mayor y barriobajero de verano y enriquecido al empezar el colegio, con el que sorprendía a extraños y mayores cada vez que me venía en gana.
Desde ese día le cogí un asco tremendo a ese trapo de color verde claro y repleto de manchas que me obligaban a llevar encima de mis ropas, también llamado babi. Llegué a meditar la idea de ponerme el babi como si de una capa de tratase y lanzarme desde lo alto de cualquier objeto o saliente del patio con la intención de volar o planear, pero el cupo de superhéroes estaba cubierto en mi colegio y note que la mayoría pasaba largas temporadas enyesados, sangrando o con puntos en algún lugar de su anatomía.
Así que decidí hacerme objetor de conciencia del babi y me negué a llevarlo puesto para alegría de mis profesores, quienes intentaban reprimir en vano mi rebeldía, y de mis padres, cuyos gastos en polos y pantalones de uniforme se incrementaron notablemente. Además, abandoné mis prácticas automovilísticas, aunque seguí coleccionando coches en la intimidad, la mayoría sustraídos sin el consentimiento de sus dueños.
Puede que el significado del refrán sea otro y yo lo haya interpretado erróneamente, y que esta pequeña historia case más con el de “La Avaricia rompe el saco”, pero como los coches eran míos y el blog también, escribo lo que me da la gana.
Como siempre he hecho.