Un impulso eléctrico. No es más que eso. Un cortocircuito, una conexión neuronal que se establece y que hace saltar el seguro que controlaba nuestra mente y que dispara el ímpetu con vehemencia en contraposición con la serenidad que nos gobernaba hasta ese momento, a veces supuesta por asir nosotros férreamente las riendas de nuestro juicio para evitar que descarrile aun conscientes de que dejándonos llevar sería todo más llevadero pese a las posibles consecuencias funestas de nuestros actos derivados.
Es en ese preciso instante cuando se dilatan las pupilas y se abren los ojos inconscientemente, amén de otra serie de reacciones y reflejos que lleva a cabo nuestro cuerpo de forma automática para pasar al estado de alerta, sin que ni siquiera podamos procesar el pensamiento de que están teniendo lugar. El dominio racional se acaba, dejando paso al estallido pasional que se desata violentamente en un torbellino descontrolado que nos inunda.
Suele ocurrir cuando una persona sometida a cierto estrés y circunstancias determinadas, generalmente opresivas y hostiles, es llevado al límite soportable y sobrepasa su umbral de aguante y deja manar sus impulsos más brutales sin ni siquiera habérselo planteado antes, obrando cegado por la pasión y con el intelecto desconectado.
Es por ello que uno no debe ir tentando ni provocando si no conoce a los que le rodean, e incluso conociéndoles, pues nunca sabe si un sujeto determinado se encuentra al borde de la frontera del frenesí ingobernable. Cualquier chispa puede encender la mecha, un mero detalle, un simple detonante que desencadene un arrebato. Es imposible saber si el que va sentado enfrente tuyo en el vagón del metro con pinta de modoso y la mirada perdida o si aquel que espera pacientemente en la cola aguardando su turno no es sino una persona desesperada al borde de la enajenación mental (transitoria) a punto de saltar ante el más mínimo estímulo. Y eso sin entrar a debatir sobre psicopatías y trastornos mentales permanentes.
Todos tenemos un límite a partir del cual nuestros actos se tornan imprevisibles y nos convertimos al instante en bombas de relojería andantes. Muchas veces es un punto de no retorno, y sobrepasado es inviable regresar al estado anterior. Os lo digo yo, que llevo bastante tiempo al otro lado de la Línea Maginot de la cordura, todavía a varios pasos del horizonte de sucesos de la demencia más profunda, vagando en tierra de nadie, en el limbo del juicio, donde los sensatos no se aventuran salvo circunstancias extremas y los locos sólo atraviesan de paso hacia lo más recóndito e insondable de la mente.
Y de momento no hay salida, pero estar más allá tienes sus ventajas: si uno se acostumbra puede llevar a explotarlo, y conseguir introducir cierto componente racional que le permita amansar un poco su furia y posibilite el pensamiento desde otros puntos de vista, desde otra óptica aunque sea distorsionada, discutible, reprobable o incluso punible, que pudiera desembocar en actos de semejante naturaleza.